En “La Cosa que Arde” casi nadie pagaba. Los clientes, es decir, los cuatro asiduos que abrevábamos alcohol matarratero y que lo cerrábamos todas las noches teníamos, prácticamente, la barra libre y sólo a algún curioso incauto o guiri muy despistado o cualquiera que tropezaba en la acera y caía por la puerta se le cobraba con creces el trago pavoroso que les incendiaba el gaznate y les hacía huir a la calle en busca de una fuente adonde meter la cabeza o les obligaba a correr hacia el WC hediondo, presos de una diarrea instantánea. En fin, lo que quiero decir es que esto duró, más o menos, dos años y tres meses, el tiempo que el bareto, en su nueva etapa, estuvo abierto acogiendo nuestros sueños, bostezos y desvaríos. Lo sé con semejante exactitud no porque tenga una excelente memoria sino porque la jornada de la inauguración, para celebrar como se merecía que un club de jazz abría en nuestro arrabal, emulando sin disimulo a los de Niu Yor, le regalé al dueño magnánimamente un almanaque de publicidad de la panadería del Cojo Marcote, donde yo había dejado de trabajar como recadero para incorporarme dinámicamente a esta emocionante aventura hosteleromusical y en el cual una fulana pelirroja, en la página correspondiente a julio, sonreía mostrando sin recato sus ubres asombrosas. Y allí seguía, colgada de un clavo en la pared y sin haber sido arrancada la hoja del mes, con sus carnes excesivas sólo tristemente tratadas por las moscas que se habían dedicado con perverso interés a decorarla con cientos de cagaditas, cual lunares coquetos y diminutos. 1996, ponía. Es invierno, creo que estábamos en Octubre, medité. Conté con los dedos hasta llegar al 1998. Efectivamente, 2 años y pico, pensé suspirando, orgulloso de mi admirable cacumen. El club, por llamarlo de alguna manera, estaba situado en un callejón de mala muerte, lleno de gatos famélicos y fachadas leprosas y cuando nos apetecía o había conciertos, por llamarlos también de alguna manera, sacábamos junto a la puerta, solemne y absurdamente, aquel gordito carialegre y de madera, emblema del antro, que alguna vez estuvo en la puerta de una casa pomposa de comidas, con su gorro de cocinero, su servilleta blanca sobre el brazo y su bandeja servil. Y apoyado sobre esta poníamos un cartón escrito a rotulador con el programa o el nombre, inventado minutos antes, de la banda de locos que iban a perpetrar la velada. Y como Secundino, o sea el dueño del garito o sea La Momia apenas sabía hacer la o con un canuto, era yo quien, con una letra singularmente florida, escribía dicho cartelito que siempre adornaba con el dibujo de un rechoncho cerdo con levita, puro y evidente aspecto de banquero, único trazo artístico que, laboriosamente, con la lengua fuera y entre los labios, fui capaz de hacer. Y como digo, esto realmente duró hasta la noche en que La Momia, o sea mi jefe o sea mi tío y mentor, se quedó dormido sobre el mostrador, como siempre. Yo lo miraba y trataba de adivinar, observando su sonrisa de aligator satisfecho, si estaría soñando con despachar pronto cócteles molotov o con despampanantes hembras ligeraditas de ropa, sus fantasías favoritas. Y en aquella ocasión, poco antes de cerrar - recuerdo que en la tele, en el único canal que se veía, ponían una peli patética de Manolo Escobar y que llovía y en el bar no había nadie, bueno solo nosotros, los fantasmas valientes de siempre - volvió entonces a abrir un ojo, luego el otro y con una porfía tan mecánica como cotidiana dio, tras desperezarse, su ya clásico y magistral consejo:
- Muchachos, no lo olvidéis, las mejores barricadas con los confesionarios del clero y los roperos de los burgueses, que la cosa... - y empezó extrañamente a reír, como
escupiendo carcajadas postizas, y terminó la frase no con el tono jocoso habitual sino con un berrido agreste que hizo callar hasta a la trompeta cacareante y abollada de Johnny Mhecanzo que, imperturbable, ensayaba o improvisaba en sordina, trabajosamente, su solo estelar y delirante.
- ¡¡¡...está que ardeeee!!!
Y en el silencio pasmado que se hizo todos le miramos con una interrogación de viñeta sobre cada uno de nuestros molondros. La Momia no solía bramar, ni siquiera cuando, al oír la campana eclesial dando la hora, se cagaba automáticamente en dios o en algún santo. En ese momento yo estaba rellenando unas botellas con aguardiente destilado por Juan El Tomate, como contribución personal a la exigua bodega del bar y no me gustó ni un poquito aquello y no sé por qué pensé, por primera vez y con bastante desazón, que mis melancólicas curdas y posteriores dormilonas encima de la mesa ruinosa de billar podían acabarse algún día. Giré un poco la mollera y me vi de reojo en el espejo roto. Yo, este con orejas de soplillo, bebedor y tarambana, curraba por unos tragos, algún que otro plato arrimado y la susodicha -la miré- cama sobre el tapete verde y arañado. Los demás, -los miré- venían por querencia o por meterse en algún sitio y, casi cual ofrendas, le traían a la Momia coles, acelgas desmayadas, rábanos y algún que otro vegetal medianamente comestible que robaban en el mercado y naranjas y palomas de las plazoletas y en ocasiones excepcionales que celebrábamos con enorme jolgorio, una gallina atónita de algún corral que habían estado espiando al sol, sin perder al bicho de vista hasta que este encontraba por fin el boquete y salía gallardo y confianzudo al descampado de latas, escombros e hierbajos y entonces, claro, lo trincaban por el pescuezo. Con eso y con algunas monedas esporádicas que encestábamos entre hurras en la caja registradora, nos manteníamos milagrosamente a flote en aquel tugurio escasamente jazzístico pero asaz naufragante. Y como digo, todos lo miramos cuando le dio la berrea al despabilarse, hasta el perro Demetrio, la mascota, que se quedó inmóvil y estupefacto, con una pata al aire, a punto de rascarse una de sus pulgas animosas. Y allí estaba el jefe, como digo, pálido, con su rictus cadavérico tras el burladero de la barra, acariciándole impertérrito el lomo suave al Troncho, el gato peludo y orondo que de un salto se había encaramado, ronroneante, a su lado. Entonces oímos la voz trastabillada e inoportuna del morito Jaime que, tan beodo como siempre, había dejado de contar ensimismado, sobre la mesa y con esmero de filatélico, las siete u ocho baratijas podridas que llevaba meses intentando vender
- ¿Arguien quiere argo palas orejitas de su nobia? - dijo risueño, esparciendo por el aire el vaho ácido del tinto avinagrado, mirando alucinado cómo el espectro de, seguramente, la Marilyn Monroe, medio en pelotas y alborotándose el pelo rubio, le guiñaba el ojo allí mismo, qué suerte, sobre el escenario de juguete.
Yo iba a decir vacilón que mi menda, no sé por qué ya que no tengo pareja ni nada que se le parezca, quizás por solidaridad con su envidiable arrobamiento y su posible y afortunada visión, pero en ese momento la puerta de entrada se abrió violentamente, como si la hubiera pateado una burra colérica. Miré asustado. En la penumbra de la calle, bajo la lluvia, se distinguía un bulto negro, una silueta patibularia. Comprendí enseguida que, sin lugar a dudas, íbamos a morir todos, no apaleados sino ametrallados a quemarropa porque vislumbré dramática e inequívocamente no al esperado comando de pasmas sino al típico asesino a sueldo y el brillo delator de sus fríos ojos impasibles y el índice engarfiado ya en el gatillo de la tartamuda con silenciador... Y estaba por alzar corajudo el puño y dar los vivas de rigor a la república cuando oí hablar al tipo.
- Buenas noches – dijo entrando en la pobre luz.
Casi con desilusión vi entonces a un pibe titubeante, con un chubasquero naranja, un casco con la visera levantada. Llevaba en las manos una bolsa, que sostenía como si nos la ofreciera. No debió de gustarle nuestros semblantes de alarma.
- Perdonen...no pude abrir la puerta bien...traigo esta pizza que encargaron... - y sonrió caballunamente, como si por fin estuviera a punto de contar, tras rumiarlo durante meses, un chiste fabuloso o como si estuviera por festejar su proeza de acémila... - anteayer, creo.
La Momia chascó la lengua y sonó como si cargara un arma o la hubiera disparado y el tambor estuviera desilusionadamente vacío. Le vi llenar un vaso diminuto de la botella que tenía al lado y echárselo al coleto.
- ¿Muchachos, el más idiota o el más paciente de ustedes pidió esa pizza?, - preguntó mientras, casi buscando munición, se hurgaba con un dedo la nariz, sin quitarle ojo al mozo mocoso.
- ¿Es de alcachofas y beicon? - pregunté yo, por preguntar algo.
El colega miró apocado un papelito y dijo, de manera casi inaudible, que era de atún y champiñones.
- ¡Entonces me la zampo yo! - dije con tanta prontitud como rapacidad. Y tan chambón como siempre.
- ¡¡Y yo!! - dijeron todos prestos y al unísono, como si las palabras les salieran también a ellos como corchos jubilosos de champán.
Y tras un murmullo general de aprobación, no sé cómo se juntó felizmente la guita que costaba e incluso el repartidor, con la dadivosa propina de un puñado de chapas de cerveza, fue despedido con incongruentes aplausos. Hasta el can ladró y meneó el rabo, apuntándose. El andoba se debió de equivocar de dirección o alguien se apiadó increíblemente de nosotros. No sé. Lo que importa es que la pizza se quedó sobre la mesa de billar, adonde nos abalanzamos como hienas a bregar con ella. Tonto el último, pensamos. Oí un ruido metálico por el suelo y supuse que sería la trompeta. Aquello podría estar relleno con veneno o con lagartijas o con bacilos crujientes e infecciosos pero igual la deglutimos sin miramiento alguno. La Momia, patriarcal, nos miraba con su sonrisa de ánima indulgente, gozándonos o tal vez, que también podía ser, a punto de gargajearnos uno de aquellos célebres y certeros salivazos con los que, a falta de dardos, jugaba a la diana con una estampita del Papa que alguno encontró en la basura y pinchó con guasa en la pared. Afuera llovía, creo que ya lo he dicho, y con los últimos codazos también fueron desapareciendo las postreras migajas.
- Mu guena esto - dijo el morito Jaime, sin creérselo todavía.
- Grouuuuu - opinó, eructando, el estómago agradecido del gran Jonnhy Mecanzzo.
Le alcancé el instrumento. Estaba lleno de serrín. Ese día el Jonnhy no tenía betún en la cara, ni pelotas de chicle bajo los mofletes. Antes, en los supuestos buenos tiempos del bar, sobre todo en las fiestas de carnaval, se ponía maquillaje de color negro pero como la cosa fue comprensiblemente a peor pues lo cambió por pringue lastimosa de zapatos, que salía medio gratis o más barato. Así, que con un poco de voluntariosa y cachonda imaginación, el Louis Amstrong de los cojones era toda una boñiga de vaca al lado de aquel tipo, que un día, harto de andar pasando fatiguitas de feria en feria, vendió la cabra y el taburete y se volvió silbando a la chabola, con la trompeta bajo el brazo y sus nuevas ínfulas de eximio artista.
- ¿Ya pastaron los señores? ¿Sí? Pues creo que es el momento adecuado para que vuelvan a sus respectivos establos y de paso piensen un poco o lean y se instruyan... - dijo La Momia, tamborileando la hojalata y dando a entender muy claramente que se le empezaban a retorcer los cuernos y las dos o tres ideas, aún maleables, que tenía en el interior de la testuz.
- ¿Ya va cerrá usté, l’establecimiento? – preguntó, tan socarrón y buscarruidos, el viejo Cosme, el chatarrero, que hasta ese momento no había hecho otra cosa que fumar en silencio y con deleite, una tras otra, toda una serie de colillas que iba sacando de una bolsa de pipas y que había ido recogiendo pacientemente durante el día. El muy pelagatos sacaba una, la miraba por todos lados, estudiándola, y luego satisfecho la prendía y le daba una calada profunda, como si estuviera por sacarle vitaminas al humo. Y luego otra. Y otra.
- Me parece que por hoy ya se ha conspirao bastante, caballeros... - concretó caviloso La Momia.
Afuera llovía. Ninguno de nosotros trabajaba bovinamente, es decir, por un sueldo de mierda y con un horario. El personal se buscaba la vida de chanchullo en chanchullo o granujeando de matute. Y “La Cosa que Arde” era nuestro cubil. Por eso cuando el gran jefe indio se despertó de aquella manera me dio el tufo de que verdaderamente el muy advertido y premonitorio incendio podía tener lugar cualquier día, lo que conllevaría verme de fijo roncando en chirona o a la misma intemperie. Y debo aclarar que las angustiosas situaciones de zozobra me ponen nervioso y como consecuencia inevitable me descoso del tirón en una pedorrea intratable y desbordante. Así, mientras efectivamente gaseaba sin misericordia a los presentes, estos, ceñudos, olisqueaban cual chuchos hocicudos y venteadores y terminaban como siempre por mentar y emporcar con lengua viperina al elenco de mis muertos que, por cierto, ya ni debían revolverse encolerizados en sus tumbitas, de puro acostumbrados que estaban a oír ofensas a su memoria.
- Parece que está la noche puesta - dije, por decir algo otra vez o para que no me mataran, mientras oíamos cómo la tormenta iba envalentonándose y se atrevía con un tremendo chaparrón y con algún trueno luctuoso.
- Sal a por el gordito, sobrino, que se va a resfriar - me ordenó con voz cavernosa, señalando de barbilla hacía la puerta como si me indicara donde estaba el salvavidas. Y aproveché corriendo para, una vez fuera, ya en la calle, terminar con gozoso desenfreno de vaciarme como un globo.
El susodicho gordito estaba empapado. En la bandeja que mantenía en la mano, que en sus tiempos debió de servir para mostrar la carta del menú, había algo. Me acerqué y entonces vi que aquello era un considerable excremento ¿Qué hideputa lo habrá cagado aquí?, pensé patidifuso. Lo observé más de cerca aún. Parecía de cura inmundo o de perro defecón. Lo ha puesto el niñato de la pizza, seguro, discurrí, ensopándome pero complacido de mis facultades deductivas. Lo retiré con un par de octavillas electorales que solía llevar encima para sonarme los mocos y apuntar los puntos en las partidas de dados, lo puse con cuidado en la acera para se resbalara en él algún meapilas y arrastré para dentro a Mateos. Para mí el gordito, o sea Mateos, era un amigo de flipe al que, desde la cama en la mesa de billar, le contaba acurrucado mi vida adornándola disparatadamente con fabulosas aventuras y tórridos amores. Recuerdo bien el día que, en una procesión de pitorreo, lo trajeron en una carretilla. Tras robarlo de la puerta de un restaurante del centro y como no pudieron venderlo y no sabían muy bien qué hacer con él pues lo portaron acá, como colaboración también o yo qué sé. Lo birló con arte el Gran Telonius, un divertido senegalés indocumentado que trabajó un rato en una obra de los alrededores y se dio cuenta de que había más gente mirando que en el tajo y que los que miraban, fumaban rajando, reían chistes y tenían un aspecto de buten. Al otro día estaba al otro lado de la valla compartiendo ducados, con las manos en los bolsillos y enseñando a todo el mundo su fantástico y recién estrenado regocijo de vivalavirgen. Luego se hizo parroquiano del bar donde, tras establecer amistad conmigo, me contaba sus temores y confidencias, a veces en su idioma o de manera singular, como aquella vez que, con elocuentes gestos de macaco salido, para que lo entendiera bien, me expresó su deseo de aprovechar su badajo y dedicarse al cine porno. Y en fin, por mi parte, yo le puse el mote, aunque a él no le agradaba mucho porque creía que, chunguero, lo estaba insultando minuciosa y sibilinamente. La verdad es que el tipo era cojonudo, algo calavera, eso sí. Moreno y espigado, un día conseguí, por fin, después de interminables y agotadoras sesiones de persuasión, que se dejara crecer una vistosa perilla y le coloqué con emoción unas gafas de juguete para que fuera el calco del gran Thelonius Monk en una foto recortada de una revista que yo guardaba como mi más preciado tesoro. Las gafas eran de plástico y costó un trabajo enorme que no se las quitara. Iba por ahí dando tumbos de puro mareo pero sabiéndose orgullosamente, aún sin tener ni remotamente idea de quién era ese gachó, la estampa viva de un grandísimo músico negro americano. Al poner el gordito en su sitio, junto a la antidiluviana maquina de tabaco, miré hacia las mesas y confirmé que esa noche el Gran Telonius no había venido a toquetearse los huevos enormes. Con una hoja de periódico, que informaba de un accidente atroz de trenes, le sequé la cara a Mateos.
- Y vete preparando un cartel - masculló La Momia - que diga bien redactao:
“Cerrado por reforma. Volveremos, sí, pero con armas”, que la cosa está achicharrándose, carajo ya!
Le miré la jeta. No parecía estar bromeando ni tocando el laud o la flauta ¿Estaría hablando en serio? ¿Habría tenido un sueño clarividente de liberación popular? ¿Estaba por liarla de una vez? Agarré el rotulador Carioca. Del bar, culebreando cual sabandijas, ya se habían largado todos. Escribí compungido el letrero y lo coloqué, siguiendo las instrucciones, en la puerta. Lo puse con cinta adhesiva, esperando que se cayera pronto. Luego oí los martillazos bárbaros de La Momia, asegurándolo con clavos. Me sentí como culpable, no sé por qué. La insensata idea de convertir aquella tabernucha de viejos compinches en un club de jazz fue, evidentemente, mía. A mi tío, cuando se lo propuse, aquello le dio casi igual porque no tenía ni un poquito de fe en el presente de su negocio. Y no hablemos ya del futuro. Estaba por traspasarlo pero nadie quería aquel nido maloliente, según la vox populi, de borrachos, cacos y pendencieros. Así que cuando, dándole bien al palique, le dije que sería el único club en 400 Km. a la redonda se le empinaron las antenas y empezó a cavilar con la posibilidad de sacar pasta y así subvencionar cargamentos de kalashnikov al tercer mundo. Me aseguró, muy serio, en un tono de sincera formalidad, que nunca había escuchado esa música ni sabía nada del tema. Comprendí enseguida que lo mismo podía convencerlo para montar un local de danzas polinesias. Eso sí, nada de drogas modernas, me dijo con preocupación ceñuda. Y la barrica de mosto se quedaba allí, por supuesto. Y el póster del atleti. Y la jaula del canario. Y las tardes naipescas. En fin, que al final lo único que cambiamos fue el nombre del bar, pintado a brocha, en la fachada y el escenario minúsculo que debía soportar a lo más granado del bebob internacional pero que únicamente conoció al grupo de amigotes majaretas que, en las tres o cuatro increíbles actuaciones que dieron, iban cambiando de instrumentos e indumentarias y que ofrecían en tromba cualquier ruidoso desatino tras inspirarse trasegando contundentes castoras de vino y atiborrarse de altramuces salados. Y aunque en la inauguración oficial medio barrio estaba allí, la mayoría de los curiosos y forasteros huyeron despavoridos y sin carteras en cuanto pudieron, sin dar crédito a lo que veían y oían. Por nuestra parte, por un tiempito, seguimos escuchando todas las noches, aplicados y mientras las moscas nos flirteaban las caras, el programa de radio “La hora del jazz”, hasta que al personal se les acabo el aguante y tras notar algunos susurros, una noche el Paquirro masculló un insulto rabioso, se levantó, corrió a la estantería y a manotazos con el dial cambió para siempre la sintonía, entre la gran ovación de todos los demás que ya oían alborozados la voz bullanguera de José María García, mientras el adalid la agradecía saludando al respetable con una reverencia y haciendo con dos dedos nicotinados, casi necesitado de cámaras y flashes, el signo de la victoria.
En “La Cosa que Arde” nadie pagaba, es cierto. Pero la peña solía salir dando tumbos, volviendo a sus casas a tientaparedes, sonrientes y canturreando por Camarón o tarareando una copla sentida o silbando la internacional. Tampoco sucedía nada, es cierto, pero volvíamos, teníamos, digamos, querencia o simpatía por las sillas cojas, el morapio y los ratones que galopaban por nuestros pies. La Momia, bufando, echando pestes, había subido arriba, a su catre quejumbroso, a segregar despacito legañas y zetas de tebeo. A esa hora yo me encargaba de cerrar y hacía el paripé de la limpieza. Como era su costumbre, Jonnhy Mecanzzo se quedó conmigo, esperándome. Estaba ebrio, frotando embobado la trompeta. Para sacarle brillo a aquello habría tenido que escarbar en el latón. Me acercó la botella de ginebra de garrafa. El perro, con los ojos cerrados, le lamía el tobillo, soñando con un hueso o saboreando el gusto a mugre.
- Parece una lámpara mágica - le dije tras darle ávidamente un buen trago a gollete y conflagrarme el canalón del gañote.
- A veces la echo de menos, compadre - dijo, recitando cejijunto su típica cantinela a esas horas y en ese estado de embriaguez.
- Todo sea por la música, maestro. Aunque el barco se hunda la orquesta no puede dejar de tocar - le decía yo siempre, inverosímil, absurdamente, pero con una sinceridad tan conmovedora que casi se me saltaban las lágrimas.
- No sé por dónde andará...pobre Maripe...
- Estará bien, hombre...contenta...haciendo su trabajo con su arte indiscutible...
- ¿Tu crees? Espero que no se haya caído nunca del taburete...
- Tranquilo, Jonnhy, es una profesional - le respondía invariablemente, mientras me secaba las manos en el mandilón pringoso y heredado, pues había pertenecido a los ocho o diez camareros que habían pasado por el local con La Momia y antes, con su viejo, o sea, mi abuelo, que resquiéscat in pace en los infiernos más etílicos.
- Era tan delicada esa cabra - decía y trataba de mirarse en el brillo anémico de la trompeta, como yo hacía cuando fregaba alguna cucharilla y acercaba mi rostro a la cara convexa de la misma y me quedaba embobado mirando el careto deformado, la sonrisa enorme y payasesca.
Metió el instrumento en una talega de tela -su estuche particular- en la cual se podía leer la palabra PAN y se levantó bostezando.
- ¿Oye, tu crees que el viejo está por meterle el cerrojazo al quiosco? - me preguntó colgándosela en bandolera.
- Ni idea, será el tiempo este que le destempla los juanetes y lo encabrona o lo entristece - dije, encogiéndome de hombros, más interesado en ese momento, achispado ya, en biberonear los últimos buches de la botella.
- Pues jodido asunto, hermano.
Apagué la tele dándole al botón con el palo de la escoba, desenrosqué la bombilla sucia y telarañada que pendía del techo y salimos. Cerré con llave la puerta de madera apolillada, imaginando que hacía caer con profesionalidad y gran estrépito la persiana metálica. Seguía lloviendo. El cartelito que avisaba de las supuestas mejoras seguía en su sitio pero por completo despintado, con las letras ilegibles.
- El tiempo está meoncete, colegón - dijo el Jonnhy, rumboso, arrancándose por lo bajini con un cantecito bajo la pluviosidad, por usar un termino que le oí una vez al hombre del tiempo. Y yo, con un porrito ya en la comisura de los labios, le hacía las palmas. Y allí íbamos los dos, en medio de la madrugada desierta y de la tregua en la ardua lucha, andando hacia donde La Amparo, a ver si estaba de buen humor y ociosa y caía unas copitas de anís mientras muy teatrera y circunspecta me predecía, con piadosas mentiras, un futuro tan inexistente como fantastico en su tulipa redonda de lámpara de comedor o les contábamos chascarrillos verdes y picantes a sus chicas, siempre amables, carcajeantes y pintarrajeadas. “La Cosa que Arde” quedaba atrás, como un chucho en la oscuridad, acurrucado y pensativo, como tramando algo… Y hablando de perros, una noche más, Demetrio nos seguía dando saltos, tan pulgoso y gandul, tan golfo y disfrutón.
DOMINGO LÓPEZ
Inédito