Separata de la Revista Casi de Literatura"LA COSA QUE ARDE" http://lacosaquearde.blogspot.com

24.2.08

Naturaleza muerta con personaje

1.
Cuando comprendió que estaba definitivamente harto compró, sin saber para qué, una maceta. Desaliñado y macilento, con el pelo greñudo y un cigarrillo en la boca pastosa de resaca, principiando el mes de septiembre, a primeras horas de la mañana de un martes o un miércoles bajó por la Alameda Vieja, cruzó la plaza ante la gravedad visionaria y tribunicia de la estatua excretada del héroe de turno, miró de reojo en el quiosco de prensa los periódicos chorreando mentiras, aprovechó que pasaba junto al estanque de peces anaranjados y atónitos para alimentarlos generosamente escupiéndoles un salivazo jugoso, tomó la primera calle a la izquierda, la siguió cabizbajo como sigue un sabueso el rastro, amenazó con sus ochenta kilos a una paloma que se apartó precavida y garbosa de su bota del cuarenta y cinco. En la entrada del mercado municipal, mojando el asfalto a manguerazos, una brigada con chaquetas fluorescentes del servicio de limpieza parecía esforzarse, con un ímpetu insólito, en quitarle las legañas a una ciudad que se desperezaba tras soñar con el día que podría devorar sabrosas riadas de gentes por bocas amplias e inauguradas de metro. Y como siempre que se acercaba mañaneando por allí se encontró con el esquinero cadavérico de los cupones salmodiando el número venturoso, con el negrito que vendía baratijas y gafas y parloteando chanzas fundaba jubilosamente los supuestos y palmeables amigos que le barateaban el género, con la clavelera calé de ojos calculadores que también leía la mano y predecía, dependiendo de los billetes untados, herencias fastuosas o desastres ineludibles, con el mendigo guiñaposo de habitual expresión desvalida que alargaba la mano pordioseando la dadivosa ayuda de un céntimo o un lacasito, con el mismo guardia de jeta de asno y su manoseada libreta de multas que, enjaezado de azul y gorra, velaba con maniaca observancia por el cumplimiento puntual de la ley y rebuznaba los buenos días a diestro y siniestro, casi como lo diría una máquina expendedora de cumplidos. Sus buenos días, gracias, estuvo a punto de decirle con voz grave y una urbanidad mecánica. A esa hora había poca gente haciendo la compra o robando o engañando por lo que pudo acercarse al puesto de flores sin tropezar con nadie ni apartarse ni pedir perdón con fastidio y un susurro por haberle, por ejemplo, aplastado el juanete a cualquier cristianísima y mojigata señora recién salida a pasitos presurosos de la misa matutina, siempre temerosa de toparse con el sirlero que la desjoyara de la medalla devota y ostentosa del cuello o con el consabido niñato de aparatosa lengua rollinstoniana. Se quedó ojeando las macetas, los cactus agrupados que disimulaban a la espera de un dedo despistado, un bonsái solitario que parecía agazapado, rencoroso y con indudable aspecto de estar maquinando algo. Correr, huir, acudir a trompicones a la oficina de correos más próxima con un sello pegado en la frente y expresión de postal para que te matasellen la cabeza y envíen urgentemente al quinto demonio, pensó, mirándolo fascinado, sonriendo un poco. Justo al lado, en la siguiente tiendecilla, detrás de un fulano tripón que con una carretilla volcada recogía del suelo verduras y se cagaba grandilocuentemente en la hostia, la puestera de una anciana envuelta en riguroso luto colgaba con pinzas de secar la ropa, en una especie de tendedero, varios sostenes como serones de jumentos y algunas bragas disparatadas dignas del sexshop más delirante, esperando endilgar, mientras hacía tintinear la caja registradora del bolsillo de su delantal, los primeros a rollizas señoras de muslos rubensianos y mamas desbordantes y las segundas a cuarentonas enrubiadas, desesperadamente envueltas aún en celofán y, hartas de morar en el esperanzorio de que le ensortijaran para siempre un dedo, decididamente en pos de experiencias libidinosas con el tamagochi amoroso del cajón de la mesa de la cocina. Sacó un nuevo cigarrillo y tras encogerse de hombros estuvo por preguntarle al floristero de papada fofa de pelícano, quinielista obstinado y padre ejemplar de dos criaturas igualitas, qué tipo de planta o arbusto enano era capaz de aguantar viviendo durante los días y las noches de la abulia y el tedio, todas las horas del abandono que se arremolinan como hojas caídas y terminaban por desear putrefactarse en el rincón más próximo. Pero prudentemente se limitó a encogerse otra vez de hombros y tras pagar algunos euros al pescozudo por el vegetal con un par -le pareció- de sonrientes pulgones y peor apariencia y con él en una mano, haciendo el tallo vaivenes y sin flores, volvió sobre sus pasos para cruzar otra vez la ciudad ya en ebullición y entrar a una taberna a tomar un coñac como desayuno con las últimas monedas que le quedaban. El camarero patilludo, con los orificios nasales atascados por matas oscuras de pelos, con un tatuaje basto -amor de madre- de legionario en el antebrazo y manando sudor por todos los poros de la cara se asfixiaba reponiendo tacañamente el serrín del suelo, alfombrándolo para los escupitajos contundentes y las flemas como claras de huevo de los borrachos que cual babosas se acercarían arrastrándose para darle al morapio y que harían sonar como siempre sus gargantas broncas en un singular concierto de esgarros. Se apoyó en el mostrador de zinc, justo al lado de un gañán barbado y fornido con una cicatriz patibularia en la cara atezada que ante un botellín de cerveza liaba un pitillo con dedos rudos de labriego, miraba de soslayo a la concurrencia y haciendo bailar un mondadientes entre los labios parecía estar esperando que alguien le pidiera la hora para partirle la boca inmediatamente, más allá oyó a un par de alcoholizados muertos de hambre discutir acaloradamente con voces estentóreas sobre fútbol, sobre lo que ganaba el Ronaldo, mientras aparentaban hacer tiempo para gañotear chisguetes, para que algún cabrón apareciera y se encartara y los invitara a abrevar el segundo chato antes de comenzar el vinolento y diario vía crucis por las tascuchas inmundas con olor a zotal y deudas de vicios escritas con tiza, oyó el guirigay de un jilguero enjaulado despepitándose con un afán acongojante entre la foto de una cabra cuartelera y turulata y el orlado escudo del Betis y al presentador endomingado de la tele, en un noticiario especial, referir impertérrito a la nación que, a pesar de los esfuerzos y las sesudas cavilaciones de eminentes investigadores, médicos y científicos, la estupidez del presidente del gobierno se consideraba por completo inmedicable. Un tipo con cara de cartón y chola despeluchada, desgraciado de nacimiento, agarrado a un vaso de anís o aguardiente o alcohol de farmacia como a un timón roto y con indudable aspecto de estar ya achispado y de andar capeando un temporal tremendo observaba con pupilas afligidas e impasible resignación las lucecitas rutilantes de una maquina tragaperras como si pasara revista al desfile esperpéntico y flébil de los disgustos, los temores, las desdichas y las penurias y a su lado, en una mesa, unos desocupados, con gran dispendio de palabras soeces y denuestos bíblicos jugaban a las cartas, mirando de vez en cuando con hocicos salivosos, entre envidos y tragos de aguachirle, hacia el vaivén cular de las grupas espléndidas de las comadres que pasaba por la puerta arrastrando el carrito de la compra o remolcando un caniche chalecudo que alzaba la pata como en un ejercicio altivo de ballet y lo olfateaba todo con una atención irritante y minuciosa, sin ánimo ninguno para requebrarlas, esperando con borreguez que de puro milagro divino les tocara la lotería que no echaban o que los llamara el INEM misericordioso para colocarlos a trabajar de dummy, sustituyendo a los muñecos malparados e irrecuperables en las pruebas de airbag de los automóviles. Aburrido, entre buche y buche se permitió un festín memorable para el estómago engullendo como un pollo bulímico el plato de altramuces salados que le despachó con pachorra el mozo pánfilo y para los ojos, mirando carnivoroso las carnes rosadas y exuberantes de la imponente y despelotada hembra del almanaque del Interviú que, casi a tamaño natural, ladeaba la cabeza como una cacatúa lujuriosa y ante la cual se abismaban los pazguatos de los parroquianos, guiñando, como si quisieran pellizcarle las nalgas con la vista, extasiadas órbitas de pasmo, estrelló sin contemplaciones antes de salir - los muertos de tu padre, leyó, pedagógicamente escrito a lápiz, en la pared de un WC hediondo donde prosperaban ufanos los microbios mientras con apremio y apuros de incontinencias de anciano luchaba con la cremallera del pantalón hasta partirla - un alivioso chorro de orín en un meadero duchampiano, se encaminó por fin hacia la plaza de la estatua del prohombre con su marcialidad pétrea y galones de diarrea columbina para, compasivo y obsequioso, reponer con un nuevo lapo el condumio a los peces, pasó junto a un vejestorio ensombrerado y decrépito, casi en estado de descomposición, que con ociosidad y cachaza, envuelto en una nevada de plumas, sembraba ceremoniosamente el pavimento del maíz que sacaba de una bolsita, anduvo paralelo a la furgona de los maderos que, pesquisando y suponiendo cosas en su interior, rodaba sobre los músculos en tensión de los neumáticos con la lentitud y el sigilo olisqueador de los carnívoros al acecho, bordeó el abandonado templete de principios de siglo donde, en la espera perpetua de atacar aparatosamente una marcha guerrera o un pasodoble fantástico, los espectros musicantes de la extinta banda municipal, entre palomas aleteando como partituras aventadas y tarareos del repertorio, debían de estar añorando los aplausos dominicales de los paseantes amenizados, contempló con el paso de un autobús escolar la exposición itinerante de docenas de narices cándidas y aplastadas en los cristales, vio cómo se le acercaba un tipo con sonrisa de ratón Mickey para ponerle una pegatina o un lazo en la solapa de la chupa y lo dejó atrás, con la hucha pedigüeña en ristre, paralizado instantáneamente en su cuestación por su fulminante mirada de fastidio y sin más incidencias dignas de mencionar llegó por fin a su cuartucho, tampoco era cuestión de despearse, a última hora de la mañana, desbraguetado, medio aireando el glande ruboroso, cansado como nunca del sol ya tajante que se le encaramaba en la espalda y de las bandadas sigilosas de nubes algodonosas que migraban por un cielo arañado por reactores lejanos. Decidió abrir el ventanal y poner la planta en el balcón al que nunca se asomaba y se dejó caer en la silla, a mirarla con indolencia. Y así, solo, con las manos en las rodillas pensó, sin solemnidad, que a la vista de cualquiera estaba o podía estar, por ejemplo, empollando recuerdos o esperando que sucediera algo o le diera cualquier cosa, pongamos que una llamada en la puerta de Laetia Casta in púribus con seis litros de champagne Dom Perignon, dos copas y cuarenta y tres cajas de preservativos o algo más impepinablemente funesto como un repentino ataque al corazón inerme. No se carcajeo de él nadie, ni siquiera su fantasma particular, también ayudante de cámara en sus habituales trances de acentuada beodez e incluso le pareció que la luz de la tarde hacía un esfuerzo sobrehumano para dignificar la nada y se alzaba, realzando su intensidad y colándose como una sabandija desvergonzada y rauda. Y también el silencio y un insecto trompudo y bobo aprobaron su intención, su vago abandono. Únicamente la silla de madera se quejó de algo u opinó, crujiendo bajo su peso, pero él se acomodó mejor como haciéndole entender que no tendría una respuesta inmediata o concreta. No pensó en ningún momento que se estaba volviendo rematadamente idiota o loco. Cuando apenas veía y se dio cuenta de que no sabía qué hacer con la noche que presenciaba encendió la bombilla bulbosa y de luz deprimente que pendía, como ahorcada del techo, de un cable trenzado y sucio donde las moscas pegaban sus cientos de huevos, se frotaban con agrado las patas o se solazaban en coitos quedos, buscó el único vaso que tenía y fue abajo, al grifo del patio, a por agua y tras subir de nuevos los escalones quejumbrosos de madera y como siempre contar los peldaños y comprobar aliviado que no faltaba ninguno, con aire bovino volvió al balcón, oyó el cricrí machacón de un grillo cualquiera, encontró a una salamanquesa tomando el aire regiamente en la pared, se apostó junto a ella, como si la hubiera llamado a consultas o estuviera pastoreándola discretamente, le comentó un poco cómo de espantoso había vuelto a ser el día, regó por fin el tiesto atormentado mientras le parecía que el viento que empezaba a levantarse amenazaba sin clemencia con tronchar los brotes, las hojas, las ramas tan delicadas.


2.
En la estancia, el sol garrafal entraba sólo para derramarse sobre dos baldosas y casi media de otra en un suelo arlequinado que semejaba un tablero inhóspito de ajedrez y que de tanto roce de suelas o pies artríticos aparecía deslucido, gastado, con cráteres diminutos y arena o porquería entre las juntas. Por debajo de la puerta entraba una caravana de hormigas cejijuntas que siguiendo la pared llevaban meses atareadas en trasladar a mordiscos un cropán abierto y olvidado bajo el ropero, entre pelusas y junto a un gayumbo con su correspondiente palomino fosilizado. De lado, tendido sobre las sábanas sucias en una desgana soñolienta de león sarnoso de circo, veía la claridad desplazándose perezosa en el terrazo geométrico mientras los bostezos se apoderaban de su boca, sintiendo perfectamente, a la vez, el tenue movimiento de rotación del planeta inmundo. A pesar del cerumen, aguzando las orejas como una liebre en alerta oía los trocitos o láminas de cal que caían despeñándose aterrados desde los desconchados de la pared, el galope o trote cochinero de algún ratón a la zaga desesperada de una migaja de pan o de una tajada microscópica de epidermis, el ruido de las muelas de las polillas masticando, papeando con glotonería la madera podrida. Junto a la cama había una botella mediada de whisky barato, otra de guerrouane marroquí, souvenir de sus tiempos de culero, algo de zumo de uva, medio bocadillo, un cenicero de Cinzano atestado de colillas. En la pared de enfrente, una guitarra que zangarreaba a veces, una hornilla a butano, un radiocasette con una cinta de los Burning sonando, un lavabo donde limpiaba los pinceles y meaba a veces poniéndose de puntillas, algunos lienzos y dibujos en un rincón que en sus brutales noches etílicas, bajo la indulgencia del alcohol, contemplaba risueño cómo críticas bestias deformes y de sonrisa malévola estimaban encorvados hacia ellos, con las manos a la espalda, el tamaño del ridículo y los trazos evidentes del fracaso, algunas botellas con mensajes caducados y sin mar, un espejo descalabrado, al fin, con manchas de moho al que evitaba asomarse para no tener que contemplar su cara tanatoide. Sabía muy bien que andaba demacrado, que había envejecido durante un tiempo más años, muchos más, de los que habían pasado o intentado pasar, que debía tener la misma expresión incrédula de los conejos deslumbrados un segundo antes de dejarse despanzurrar en medio de la carretera. De la calle se elevaba el fragor demencial de las bocinas y los cláxones compitiendo en decibelios y tonos; el gañido de algún chucho errabundo de ojos acorderados, pateado a chutazos por la gente, por puro gusto, como una pelota de nadie; los grititos admirados de las colegialas que corrían tras salirles inopinadamente los pechos como accionados por la acción súbita de muelles o resortes; la hilaridad incontenible de las risotadas cacareantes o corsarias de los muertitos recién espichados que trajinantes coches fúnebres sin coronas ni séquito transportaban aceleradamente y con sofocación, saltándose semáforos, para enterrarlos de una puta vez ante la rechifla de bienvenida de los cráneos tunantes del osario y para terminar cebando con altruismo un pálido despiporre de gusanos. Por otra parte, más cercana y sufrible, en el piso de al lado, en la radio a todo volumen la Pantoja se desgañitaba por el amor a un tipo toricida y corneado, tapando en lo posible, cómplice del fornicidio, el rechinar del somier de la lumiasca estrábica que, tras empomparse, era furibundamente cabalgada bajo el crucifijo cubierto por una enagua mientras trataba, indiferente, canturreando el tiritritran, que no se le arruinara la argamasa por fraguar del maquillaje barato que le repellaba la cara. Y entre todo aquello estaba él, contando las moscas que revoloteaban por el techo y que atacaba catapultando con el índice y el pulgar bolitas de miga o pasándole la mano al pasado como a un frío gato de porcelana. Miró la hora y le pareció ver el segundero girando furioso, dando vueltas inútiles como una peonza. “El tiempo no existe”, balbuceó como si leyera las palabras en una pancarta. Cerró los ojos y se imaginó saliendo a la calle cargado de explosivos y sentándose seriamente en un banco de una plaza solitaria bajo una lluvia tremenda. Pero ¿dónde encontraría explosivos?, se preguntó casi con auténtica curiosidad. Pensó en zulos abarrotados de goma-2 bajo la tierra de algún monte abrupto y verde, siempre fragante, pensó en los dibujos animados del Coyote, en los cartuchos de TNT de la marca ACME, en el bip bip del infatigable y repelente Correcaminos, en las canteras almerienses que bastantes años atrás había visto en su incongruente viaje hacia un pueblo cuyo nombre lo decía absolutamente todo: Fines. ¿Y la lluvia? Miró hacia el balcón, afuera únicamente había otra vez un cielo en llamas, un sol tenaz y despiadado que debía estar doblando hasta los semáforos, torciéndolos hacia el suelo en flexiones de plastilina o blandiblú. Lastima que estemos tan lejos de una buena falla sísmica, de un tsunami de 600 metros de altura, del Argameddon de los cojones o de la zarpa de un monstruo sin monsergas que haga sonar el globo terráqueo como un sonajero o de poder perpetrar personalmente, cual humilde instrumentista, un contundente recital para Kalasnikov y carcajada, pensó haciendo que un gargajo rabioso, tras acarrearlo hacia la boca, cruzara desmelenado toda la habitación para adosarse al espejo, resbalar lentamente por él y quedar finalmente colgando como una araña inocente y diáfana. Con los ojos muy abiertos, como si discerniera encandilado o con asombro, empezó entonces a fantasear, perdiéndose por los vericuetos del delirio, con la irrealidad ebria que rompía a brotar en la murria de su cabeza, abonada por el extraordinario estiércol de los recuerdos que se pudrían tras la lenta agonía de la memoria. Y en el balcón, la planta ya sin lozanía, mustia, chuchurriéndose, con el glauco en atenuación.


3.
No se sabe por qué nunca le dieron un limpión a los cristales del ventanal que de puro empañados de suciedad impedían una vista de mujeres derrengadas por churumbeles y tundas que, cargando barreños, comadreaban a gritos en azoteas donde tendían en alambres la colada y algún oso viejo de peluche, sujeto por el rabo o las orejas, de patios exiguos y umbríos con geranios esmirriados en latas de pinturas y lebrillos y bicicletas rotas, de cornisas con mechones de jaramagos, de antenas como extraños esqueletos mondados que conformaban una arboladura varada e inútil o de ángeles de alas estropeadas trepados a canalones y tejados de bodegas, ni se encaló con esmero o desgana las paredes arrugadas y celulíticas donde iban apareciendo grietas y manchas de abandono y humedad y cuyas formas estudiaba como un indescifrable mapa del tesoro, como anómalas nubes de albañilería a las que le designaba similitudes plausibles, paredes donde permanecían clavadas viejas alcayatas que quizás soportaron estampas de cristos sufrientes o sangrantes corazones de Jesús de huéspedes obsecuentes y píos, incongruentes láminas de solitarios, nevados y remotos paisajes invernales en las cuales faltaban tras los árboles las napias fisgonas de los alces perplejos, fotos de boda con marcos baratos y caras estupefactas y desarmadas por el envite repentino e instantáneo del flash o el fogonazo de magnesio. Alquilaba la habitación por poco dinero y la casera alitósica, de bigote a lo Cantinflas e hijo zangón y tarambana jamás se olvidaba de dar, con una codicia envuelta en calculada sutileza, tres golpecitos suaves y espaciados, siempre tres, en su puerta, apareciendo puntualmente, como un espantajo en bata junto a la perra vieja de ojos desconsolados y pulgas rampantes que se le pegajoseaba sobre las babuchas de pompón en el empeine, a las once y cuarto de la mañana, a finales de mes, los días de pago. Como tampoco olvidaba regalarle un trozo de piñonate casero envuelto en papel marrón de estraza y un inusitado almanaque de la Muy Ilustre y Fervorosísima Hermandad de la Santa Oración, todas las Navidades, todos los años, el 6 de Enero. En el cogollo del lumperío, aquel edificio de fachada leprosa olía a todas horas a comistrajos, a pies, a palanganas de agua sucia y a achaques y suspiros adobados y vertiginosos que caían y e iban rebotando en los escalones hasta partirse en el rellano del portal bajo los vetustos contadores eléctricos y los buzones desvencijados y que esparcían entonces como confetis el tufo de la edad, del tiempo estropeado, como si fueran huevos podridos. No se sabe cómo llego a vararse en aquel sumidero insalubre donde habían recalado, viviendo de matute, parejas asqueadas y verracas siempre incansablemente enzarzadas en insultos y golpes; viejos huraños y aún sin diñar que, desdentados, chupeteando piztolines, se pasaban las horas pegados con sigilo a la mirilla de unas puertas a las que nadie llamaba nunca, ni siquiera testigos de Jehová o vendedores optimistas de enciclopedias y junto a las cuales se dedicaban a veces a toser durante horas o días o semanas enteras; malencarados y ojerosos macarras de bardeo fácil en concubinato con cualquier adefesio o pendona zombificada y cariacontecida, de largas uñas falsas pintadas con titanlux, musgo o verdín en los párpados y pestañas con rimel de alquitrán, gente, en suma, abollada y cubierta con la pátina imborrable y gris que da la intemperie de la vida. Se había instalado allí, años atrás, de manera provisional según le aseguró a la casera cuando llegó una tarde desabrida, con su boina y su perilla, en busca de un refugio donde cobijarse de la tormenta de estrecheces pecuniarias que, sin atenuación, no dejó de arreciar ni un minuto, ni un instante y siguió haciéndolo pertinazmente hasta que resignado dejó de tenerse en cuenta y se abandonó a la deriva, oxidándose progresivamente en el limo asqueroso de aquella poza como un tornillo. Tras andar preguntando por los alrededores supo de la pieza por un aparcacoches zarrapastroso de la zona, al que la víspera, en gajes propios del oficio y entre otros desperfectos corporales le habían amoratado vistosamente un ojo y aporreado el morro en riñas de territorio y que desde las almenas de los dientes verdosos que le quedaban, entre vaharadas de ginebra le cuchicheó, apuntando calle arriba con la postilla del mentón dolorido, que a un jubilado andarín del edificio de la Juana, un soponcio de categoría le obligó, en plena calle y después de retorcerse y boquear y bracear un buen rato en el suelo como pidiendo auxilio o público, a mudarse enseguida, con las manos sobre el ombligo, a un hoyo angosto bajo un angelito barato de escayola sin pintar y tres crisantemos de plástico que le colocaron encima un par de conocidos, pobre hombre. Y la pelambrera sobre la boca podrida de la casera, delante de la pinta y las ínfulas de artista del nuevo candidato a inquilino, se erizaba de emoción mientras tratando de aposentarlo y sin parar de rascarse la cabeza como una mona nerviosa le refería, sacándole conversación, ignorando la caspa que caía sobre sus hombros con una soltura otoñal, con encomio y generoso derroche de ademanes y paripés de condolencia el tan luctuoso y reciente óbito del buen señor infartado y, por supuesto, las múltiples excelencias de la casa, que incluía aparte de su privilegiado enclave y la módica renta, a la maricona pinturera y de chulo entrullado, idéntica a una jirafa escuálida con larguísimas pestañas de carnaval que tenía su apostadero, dentro del putódromo de la calle, justo en la entrada de la casa, la que zancajosa y ajumada iba a veces contoneándose por la acera arriba y abajo, fumando Mores, arrastrando la estola alopécica y chillona, haciendo eses como si estuviera por sortear la guarrería de la bacinilla vaciada sin mirar, tras mear en ella como mulas, por parientas embutidas en combinaciones ceñidas a punto de estallarle las costuras o el armario de la mudanza que, sirviéndose de la ley de la gravedad, le desbaratara o desgraciara, entre otras cosas, el peinado de fantasía, la que sonreía carnívoramente y como un cebo grotesco, emprendedora, sacaba con lascivia la lengua a los viandantes o gesticulaba mohines de conejo y que por un precio especial o algo de farlopa de talco le hacía mañosa una felación contundente y rápida tras el portón herrumbroso, en la penumbra acucarachada, a los vecinos del inmueble, evidentemente con las mismas sulfúricas consecuencias para el miembro viril que si la hiciera el salivoso monstruo de Alien. La cosa es que chalanearon la mensualidad con destreza de tratantes de matalones con moscardas y al final la morsa, mojando avarienta el índice en el belfo inferior, se fue contando los billetes con oculares globosos de usurera, ocultándolos entre la flanilidad de sus tetas, buscando el abanico de propaganda electoral y el poyo de la mecedora antigua desde donde, repantigada, exhalando como una chimenea los efluvios de la combustión de los detritos en sus muelas cariadas, mostrando la pradera de pelos sin guadañar de sus piernas varicosas, pupileaba su finca y arbitraba los carretones locos de los gatos tiñosos detrás de peripécicos roedores de dibujos animados, asistiendo impasible al espectáculo abyecto de la malandanza y la pobretería, pasando las horas muertas comulgando galletas Fontaneda para engordar el sarro, ojeando una pila de fotonovelas o espadachineando junto a madejas fofas las agujas del crochet. No se sabe tampoco cómo se convirtió en un remedo de aquellos “tumbaos”, los jornaleros del campo que un buen día volvían de la extenuante jornada y entraban en casa, no saludaban a nadie y sin detenerse, con determinación y parsimonia de acémila, se dirigían inmediatamente a la alcoba marital, a la cama donde se acostaban vestidos y sin dar ninguna explicación -nadie se la pedía tampoco porque sabían lo que estaba pasando- no se movían en varias semanas de no hablar sino refunfuñando o con monosílabos concluyentes, de comer los platos que la mujer le preparaba con resignación mineral y lo mejor de la alacena, de fumar un Celtas sin boquilla tras otro -no debía faltarle en ningún momento tabaco ni el orinal vaciado- mirando ceñudos el techo. Hasta que un día se levantaban y tal como habían entrado, hoscos, sin decir una palabra, salían de la casa, cogían la azada y volvían al campo con el canasto aviado de nuevo. El caso es que una mañana determinó al despertarse que se iba a quedar allí, emboscado contra el mundo en el echadero del catre, que ya no había nada al otro lado de las horas o los días. Juró también por sus muy amojamados muertos que no bajaría más al figón de la esquina a chiclear, con los belfos atascados, un filete enorme del primer bicharraco que tuvieron a mano para asesinarlo, albóndigas de egagropilas o croquetas congeladas desde la era glacial y que los doce cigarrillos que tenía encima de la mesa de noche y las cerillas le tendrían que durar siempre, el resto de la vida. Tampoco limpiaría más platos por un par de billetes y algo de pitanza cuando a veces le echaba una mano al dueño del bar maloliente en la cual una amplia manada de infelices, en la pesebrera de un comedor donde rondaban por el aire un enjambre de moscas, pastaban sin remilgos el forraje de la manduca sobre mesas de fórmica con gastados manteles de hule, casi en penumbra para, entre carraspeos por las raspas del pescado podrido clavadas como flechas de indios en la garganta, eructos de gaseosa ida y entre rebañamiento de platos con mendrugos y hurgamiento de molares con palillos usados, no ver ni los pelos que estaban mandando también a las tripas ni los deshechos mentales que aparecían flotando sobre las cabezas cercanas en los globitos de tebeo de sus traumas. Allí, además de enjuagar la vajilla descascarillada ayudaba a la cocinera rezongona, que lloraba a mares despelucando y cortando cebollas, a pelar patatas arrugadas o preparar lacias ensaladas reforzando el condimento con las gotas de sudor que caían de su nariz, mamaba con pericia de ternero dipsómano de la espita del barril de amontillado cuando el jefe, siempre con una colilla apagada en la comisura de una mueca, se embobaba ante la tele mientras se acariciaba con ostentación y placenteramente las pelotas bajo un ventilador que en vez de mitigar el bochorno revolvía el aire casi a manotazos y apartaba del techo a los mosquitos que se solazaban vaciando de sangre a los presentes con la pajita curiosa de sus trompas. A la mierda todo. Lejos se oía el ladrido colérico de un can indignado y como todas las tardes, pespunteándole las sienes, el loco pedaleo de la anciana en el piso de arriba haciendo traquetear sin cesar una Singer antediluviana con, probablemente, la expresión cenicienta de una foca, encerrada en un cuartucho con muebles apolillados, fotos de finados y rodeada, entre comprimidos, cápsulas, gotas y prospectos, por dieciséis o diecisiete vírgenes distintas encaramadas en peanas de yeso sobre una mesa camilla con paño de encaje, una cajita con las cenizas de su marido y un vaso de agua amarillenta y bendita donde la dentadura postiza de este, castañeando, bisbiseaba oraciones al infalible San Picio, trabajándoselo para que lo más pronto posible el barrio entero con su despelote de pecados ardiera como Sodoma y Gomorra y de paso, para que la vieja cheposa, cuando estirara virtuosamente la pata, fuera directamente al cielo como un cohete. Se tapó la cabeza con una sabana gastada, robada a la RENFE en un tiempo remoto y deambulante y se dedicó embelesado, sudando, sin pensar en nada, a contar brincos de ovejas, a custodiar pacientemente el paso de los minutos o a acabar con ellos como un camaleón cronófago, como si los segundos salieran como pompas de jabón, uno tras otro y los pudiera explotar imaginaria y entretenidamente con el matasuegras instantáneo de su lengua. Se acordó entonces que la vieja tragasantos los domingos y fiestas de guardar dejaba a un lado el costureo velocipedista y le daba todo el volumen a la radio tras sintonizar el primer sermón que apareciera en el dial y siempre la imaginaba, medio sorda, sentada encima de un cojín bordado, agarrada al rosario sobre el regazo, medio drogada de medicamentos, pegando la oreja al transistor japonés como si intentar ponerse al alcance, entre interferencias y latinajos, de los balidos engolados de la homilía del cura y de la saliva litúrgica que, postrada ante el aparato, la salpicara pingándola o hisopándole al menos el rodete que le recogía el pelo grisáceo, cerrando los ojos en una especie de trance místico para absorber mejor la retrasmisión en directo de la perorata a la grey, durmiéndose con la nana bisbiseada de sus rezos y roncando por fin en un santiamén -nunca mejor dicho- antes de que le diera tiempo a persignarse pasando por delante de la cara arrugada un manojo de dedos temblorosos. “Dormir, dormir para despertar como Gregorio Samsa, convertido en un bicho monstruoso”, pensó. Y al otro lado de la cama, un cielo rojizo surcado raudamente por los últimos vencejos que demoraban su viaje a tierras cálidas, la tarde agonizando como acuchillada hasta morir a los pies de otra noche, el balcón como una gran boca abierta bastante satisfecho de enmarcarla, la maceta con la planta consumida y amarillenta, llena de hierbajos hirsutos y bravíos sobre los cuales un saltamontes se solazaba con dos deliciosos pulgones en la barriga.


4.
Porque no hay remedio, retrocede, combate hacia atrás corazón mío, rumió somnoliento y patético, recordando vagamente una cita, un verso de váyanse ustedes en tropel, todos nosotros, yo mismo trastabillando a indagar de quién al muy transitado carajo. Afuera, el hocico del sol debía de estar asomando invariablemente por el este, contrito y vacilante, apesadumbrado de infligir a la humanidad un nuevo día. A través de la ventana se percibía una luz timorata, se oía la piada bucólica de un gorrión emplazando a sus congéneres para comenzar sobre la ciudad un nuevo bombardeo de líquidas deyecciones, el maullido lastimero y sin reposo de algún gato en hervores de procreación, algunas campanas lejanas que repicaban, el ulular insistente de una ambulancia o la zarabanda de algún licántropo montaraz y crápula que, con piruetas y cabriolas de saltimbanqui, tras la parranda noctívaga volvía querencioso a su escondrijo por una calle donde corría acera abajo el vigoroso y ácido orín de un borracho tientaparedes y donde un indigente escuchimizado, tras escarbar con un palo en la inmundicia de un tacho de basura, disputaba valientemente un alita de pollo sin roer envuelta en la monda en espiral de una naranja a una rata porfiada y hercúlea con encías de escualo y bíceps de culturista. Puede ser domingo o jueves, puede ser ningún día de la semana o un día nuevo, sin nombre aún, discurrió cerrando el ojo apenas abierto. En el suelo, una novela de Hammett, la botella vaciada de whisky, el tetrabrik de zumo biberoneado, algunos esputos como medusas varadas, un vómito líquido que se explayaba para enorme regocijo del rebaño de bichejos que, interesadísimos, lo iban libando primero con recelo, como indagando o catando el alimento y luego con el creciente entusiasmo del que gozoso disfruta de un picnic gratuito. Debajo de la cama, aureolado en negro por su agujero, una cría de ratón, como una indecisa crisálida asomada en el capullo horadado, parpadeaba de terror ante su primera ojeada al mundo. Al final, el the end, los murmullos y el palique lo pondrán desde fuera, cotorreando, el corrillo del marujeo o los supuestos amigos, que vienen a ser lo mismo, fingiendo preocupación ante la puerta golpeada insistentemente, ante la solicitud imperiosa del hacha de bombero o la coz del policía aburrado, ante la necesidad previsora y urgente de buscar una piara competente de plañideras o comprar en el todo a cien, para volcarme encima, una garrafa made in Taiwán de lágrimas convulsas de cocodrilo, ante un par de tipos ásperos con las manos en los bolsillos, despechugados e imperturbables, ante los niños agranujados con ojos expectantes de búho, rodillas despellejadas y churretes de regaliz que jugaban a practicar frenéticos cortes de manga, dirigiéndolos a una señal de tráfico, a la patulea de sus primos, a la hermanita con babero al cuello, a la procesión decreciente en altura de tres chuchos en fila india, a la odiosidad de sus padres hastiados, conjeturó, casi lúcido y mordaz. “Montar ahí fuera una barricada con la soledad ardiendo”, pensó empapado en sudor. La fiebre y un chirrido de frenos de tren en las sienes le alocaban la cabeza pero aún así logró incorporarse un poco, endeble y barbudo. Recordó entonces que, cansado de soportar los zumbidos y los sorbos en su piel de los mosquitos, casi como si chuparan cabezas gustosas de gambas o tuétanos sustanciosos se había levantado a media noche ensabanado y lleno de ronchas y apoyándose en la pared, inestable y cauteloso, como si temiera aplastar un cagajón y resbalar inmediatamente en él y partirse la crisma o caminara por un vagón tambaleante de ferrocarril, había salido fuera en busca del retrete comunitario que apestaba al fondo del pasillo en la solera de cochambre de su monocroma macedonia de heces. Se sentó en la taza gastada y sin fuerzas, tras armar un jaleo involuntario de pedos, dejó caer un cerote diminuto, dos, tres, varios más mientras la verga bravucona encañonaba por su cuenta a la noche y sentía el vértigo de la sangre circulando a escape por las venas y la cisterna no tenía cadena ni agua y había un cubo vacío y era todo el rato las cuatro de la mañana en aquel expreso nocturno e imaginario que cruzaba su tribulación y no iba a ningún sitio, recordó que andando como un pato aturdido volvió a la cama sin aparente alivio intestinal, con la frente incendiada y que durmió un poco y recordó también, sin asombro, que había soñado con una ciudad extraña donde las gentes se desmeollaban a golpes por quicios y esquinas, pringándolas de desperdiciados glóbulos rojos y donde llovía con regularidad chaparrones de diminutas calaveras blancas que se partían en el suelo con un crujir repelente y sordo de cáscaras de huevos hueros. Ensimismado hurgó con un dedo en el cenicero, casi como si este fuera una placentera nariz, buscando de nuevo una colilla apurable. La encontró y tras meterle fuego y darle una chupada ávida, tragó todo el humo que pudo como si estuviera por extraerle vigorizantes proteínas. “Portar una antorcha en alto y adentrarse en los pasadizos encharcados y penumbrosos, lleno de cadáveres olvidados y rostros turbios del corazón...”, volvió a pensar. Las tripas le increpaban y gruñían. Tanteando, consiguió abrir el cajón de la mesita de noche encontrada en un contenedor y tras sacar lo que había dentro y aprovechando el hambre empezó a masticar, como una cabra celulósica, los papeles garabateados de bocetos de dibujos y poemas que casi configuraban un manual singular de hechopolvismo, la tarjeta inútil y repulsiva del paro, el carné caducado de lector de la biblioteca municipal, la última fotografía salvada, aquella donde se ven abrazados en una playa invernal, ante olas airadas y graznidos de gaviotas o terodáctilos, aquella por donde tiempo atrás, ciego de ausencia, hacía pasear un dedo arrobado por su superficie lustrosa, un ticket de metro con el teléfono nerviosamente anotado el día que se conocieron en aquella manifestación en Madrid contra la OTAN, la maleza en suma, cultivada con esmero de pobre y perdidoso, del ayer ya inútil. “El frío es un elemento dramático como otro cualquiera”, musitó temblando, mientras el carrusel confuso de su conciencia iba dejando ya de girar por inercia hasta detenerse y débil, casi exánime, iba cerrando los ojos cansados, ignorando por completo cómo la gata escuálida del espantajo de la vecina yonki se afanaba por defecar con cuidado, con mucho cuidado, en la maceta vacía, muerta, con tierra y algo de broza solamente.

DOMINGO LOPEZ

1 comentario:

Anónimo dijo...

cojonudo el texto tio